Arzobispo Charles C. Thompson: Un llamado al civismo
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
El Adviento, una temporada de preparación y esperanza, marca el comienzo de un nuevo año litúrgico para la Iglesia. Se trata de un tiempo de renovación que puede traer lo que el papa Francisco ha denominado calidez para los corazones y la sanación de las heridas.
Mientras esperamos con activa expectativa para celebrar el nacimiento de Jesucristo, ofrezco esta reflexión como un medio para destacar el espíritu de la reciente carta encíclica del papa Francisco, “Fratelli Tutti: Sobre la fraternidad y la amistad social.” como un recordatorio de nuestra interconexión como familia humana y la necesidad de nuestro testimonio de esperanza que se encuentra en el núcleo de nuestra capacidad para atraer a los creyentes y transformar la sociedad.
La capacidad de cualquier comunidad o grupo para sobrevivir, incluso prosperar, en medio de la adversidad, es la medida del civismo. Esto es especialmente cierto en tiempos de caos, división y transición de la autoridad. Lamentablemente, el uso indebido de las redes sociales que existen hoy en día fomenta la proliferación de la vergüenza, el abuso y la utilización de chivos expiatorios, situación que ocurre en prácticamente todas las esferas de la sociedad.
Lejos de desarrollar capacidad de convenir en las desavenencias, las personas de opiniones diferentes se demonizan rápidamente unas a otras. Cuando existe un margen escueto para lograr el compromiso, las posibilidades de lograr un diálogo auténtico son exiguas. Si todo se percibe “en blanco y negro,” lo único que podemos captar del otro es que “está a mi favor” o “en mi contra.” Tales son los efectos de la polarización extrema que existe.
La falta de civismo probablemente no es más palpable que lo que hemos experimentado en nuestro país durante estos últimos meses con la pandemia, los disturbios sociales y el proceso de elección política. La libertad de protestar, marchar, defender, levantar carteles y hacer oír la voz es un derecho que todos compartimos; sin embargo, esa libertad no otorga a ninguno de nosotros el derecho a la violencia, los disturbios, el saqueo, el abuso, la calumnia o la difamación. Por supuesto, en ausencia de civismo la línea entre lo que es aceptable e inaceptable se vuelve difusa.
La verdadera justicia es una cuestión de convicción, de juicio correcto, más que de sentimientos. Está arraigada en el estado de derecho, basada en la noción del bien común dentro de una sociedad justa.
Aunque todos tienen derecho a opinar, pareciera que algunos no están conscientes de que no es necesario pronunciar todas las opiniones. Otros parecen incapaces de distinguir entre las opiniones basadas en el conocimiento y la experiencia, de las basadas en la mera emoción o especulación. Si bien es cierto que se debe respetar la conciencia y la intuición, estas no deben confundirse con el orgullo y la vanidad.
Todo el mundo en prácticamente todas las esferas de la vida—incluyendo la política, la médica, la científica, la religiosa y la económica—tiene una opinión sobre la pandemia de la COVID-19. Sin embargo, dentro de cada una de estas esferas, las opiniones varían. Esto parecería indicar que todavía estamos en el proceso de comprender realmente la situación y ser capaces de evaluarla en su totalidad.
En tales momentos se pone de manifiesto el verdadero carácter de un individuo o grupo. No nos dejemos arrastrar a un extremo u otro, sino que encontremos el equilibrio adecuado entre libertad y responsabilidad. Mis libertades individuales no superan mi responsabilidad de tratar a los demás con respeto, precaución y de cuidar al otro. Las precauciones de seguridad como el uso de una cubierta facial, el distanciamiento social y la desinfección son molestias para prácticamente todo el mundo. Por otro lado, son signos de nuestro respeto por lo sagrado de la vida, así como nuestra defensa de la dignidad de cada persona humana.
En el seno de cualquier forma de malestar social, debe existir la capacidad para escuchar y aprender unos de otros. Esto puede resultar difícil, por supuesto, especialmente cuando hay necesidad de cambio. A nadie le gusta considerarse causante de daño y dolor más de lo que le gustaría ser víctima del daño y el dolor. Sin embargo, las exigencias de la justicia implican el reconocimiento de los actos ilícitos en beneficio tanto de los autores como de las víctimas.
En lo que respecta a la política, no hace falta ser un pensador avanzado para darse cuenta de que la creciente polarización que se ha venido produciendo en los últimos años ha dificultado enormemente que un candidato decente supere el proceso de aprobación y apoyo a la elección por parte de cualquiera de los principales partidos políticos. Esto no quiere decir que no haya buenos hombres y mujeres en el ámbito de la política. Sin embargo, ¿cuántos de nosotros nos hemos encontrado votando en contra de alguien en lugar de votar realmente por el candidato de nuestra elección? Los dos principales partidos políticos parecen haber sido secuestrados por los radicales de sus respectivos grupos. Esto es tan solo un síntoma de los efectos del individualismo radical que ha superado cualquier valoración real del bien común de la sociedad.
Si queremos preservar el diálogo auténtico, debemos evitar especialmente estos tres elementos: los insultos, las amenazas y alzar la voz con hostilidad. Cualquiera de ellas puede fácilmente socavar la confianza y la apertura necesarias para mantener las relaciones mutuas.
Independientemente de las diferencias y los desacuerdos, la humanidad no puede permitirse perder de vista su propia dignidad. La ausencia de valoración de la propia dignidad a menudo conduce a la negación de la dignidad del otro. Sin una convicción bien arraigada, permitimos que otros nos saquen de nuestras casillas.
Toda convicción auténtica de un verdadero cristiano está arraigada en la persona de Jesucristo. Dicha convicción no garantiza que siempre se tenga la razón, pero proporciona el camino para buscar lo que es correcto, justo y verdadero. Al permanecer centrados en Cristo, somos capaces de responder en vez de reaccionar a un desafío, desacuerdo o incluso una amenaza percibida. En lugar de buscar salir victoriosos o ganar frente a otros, deberíamos buscar lo que es mejor para la humanidad en su conjunto.
Tal como el papa Francisco nos ha exhortado una y otra vez, la capacidad de acompañar, dialogar y encontrarse es esencial para la preservación del civismo en cualquier sociedad o comunidad. Aparte del civismo, los seres humanos son propensos a tener comportamientos como los chismes y la intimidación, que resultan perjudiciales para las relaciones sanas y el bienestar personal.
El acompañamiento, el diálogo y el encuentro nos permiten relacionarnos de una manera que honra y respeta la dignidad humana en lugar de hablar y actuar de manera destructiva. Contrariamente al viejo adagio que dice que “Los palos y las piedras pueden romperme los huesos, pero las palabras no pueden hacerme daño,” las palabras tienen un poder tan destructivo y divisorio como las acciones o los objetos. ¿Qué otro título podríamos darle al bochorno, a la ridiculización y a convertir a alguien en chivo expiatorio, si no la transformación de las palabras o las conductas en armas?
Estar centrados en Cristo es básicamente trazar una línea en la arena y negarse a no perpetuar más la hostilidad de la inhumanidad del hombre hacia el hombre. La cruz se erige como un símbolo paradójico del civismo cristiano. En y a través de la cruz, Jesucristo tomó sobre sí el peso de los pecados del mundo para vencerlos por la gracia divina. Como lo demostró Jesús, esto implica tener el valor de bajar la guardia de la defensividad, la voluntad de ser vulnerable y la búsqueda de la reconciliación en lugar de la venganza.
Los principios de nuestra enseñanza social católica nos proporcionan un maravilloso proyecto para allanar el camino del civismo; a saber, a través del respeto a la dignidad de cada persona creada a imagen de Dios, brindar opciones a los pobres, la defensa de la familia y la comunidad, la dignidad del trabajo y del trabajador, el equilibrio de los derechos y responsabilidades, la solidaridad y el cuidado de la creación. En esencia, debemos adherirnos a la llamada “regla de oro” si queremos ser faros de esperanza: “Haz a los demás lo que quieras que te hagan a ti,” en lugar de hacer a los demás antes de que nos lo hagan a nosotros.
El civismo no es la ausencia de diferencias y desacuerdos, aunque implica el rechazo a permitir que los radicales de la polarización dividan y destruyan el alma misma de la humanidad. En lugar de alejarnos, el civismo exige que nos unamos; en vez de sucumbir a la desesperación, debemos atrevernos a confiar en el Espíritu Santo. Esto requiere de nosotros la capacidad de buscar el perdón, la comprensión y la justicia templada con la dulzura de la misericordia.
No nos entreguemos al lado oscuro del juicio, el ridículo, la venganza, la hostilidad y la manipulación. Que por la gracia de Dios nuestros esfuerzos por preservar el civismo permitan a nuestras familias, comunidades y país experimentar una renovada sensación de paz, sanación, confianza y unidad. No podemos permitir que el orgullo, la vanidad, las agendas, la amargura, el resentimiento o el egoísmo se interpongan en nuestro camino.
Que nos elevemos por encima de nuestras diferencias y desacuerdos para restaurar la esperanza de un nuevo mañana al alcanzar nuevos horizontes para nuestra humanidad como individuos y comunidades de pueblos. Con Jesucristo como nuestra piedra angular, todo es posible.
Con la certeza de mis oraciones continuas y mis mejores deseos,
quedo de ustedes en Cristo,
Reverendísimo Charles C. Thompson
Arzobispo de Indianápolis