Seeking the Face of the Lord
Nuestros rituales de la Semana Santa veneran el obsequio de Cristo mismo
Tengo una extraordinaria cruz de obispo que uso en la Solemnidad de la Pascua. Posee un adorno de esmalte en el centro de María y Cristo niño y medallas de esmalte que representan con exquisito detalle a los cuatro evangelistas. Tiene tres pequeñas piedras preciosas verdes y un diseño de filigrana dorada en los largueros horizontal y vertical. En una palabra: es una cruz pectoral impresionante.
La heredé del arzobispo Edward T. O’Meara, mi precesesor. Él había heredado la cruz de su amigo el arzobispo Fulton Sheen, el renombrado tele-evangelista de los años 50. Aparentemente, la cruz había sido un obsequio del Papa Pío XII para el arzobispo Sheen.
A pesar de lo impactante que es la cruz, lo que se esconde dentro de ella es aun más precioso: una astilla de la cruz donde murió Cristo. La primera vez que vi la cruz, pensé que semejante decoración tan extraordinaria debía ser símbolo de algo precioso dentro de ella.
La astilla de la cruz de Jesús no es espléndida ni impactante en apariencia. Sin embargo, en la realidad el esplendor exterior de la cruz palidece frente al tesoro que contiene, una huella de Jesús de 2000 años de antigüedad.
Dios caminó por el mundo como su Hijo, Jesucristo. Jesús dejó rastros de sí mismo, sus “huellas”, por decirlo así. Estamos en deuda con Dios por haber enviado a su hijo debido a que somos personas que captan a través de los sentidos, gente de carne y hueso que necesita ver, degustar, oír y tocar. A través de Jesús, Dios vino a estar con nosotros.
Jesucristo no sólo dejó huellas de sí mismo, se dejó a sí mismo, no solamente una huella propia, no una simple reliquia, ni una simple astilla de la cruz victoriosa en la que murió. Jesús se entregó a sí mismo, en cuerpo y sangre, alma y divinidad. De hecho, se dejó a sí mismo en el gran misterio de la Eucaristía: la representación de la Pasión, muerte y resurrección misma. Al entregarnos la Eucaristía, nos dio un obsequio mucho más impresionante que la reliquia de la cruz.
Al embarcarnos en la semana que llamamos “santa” experimentamos a través del ritual el misterio en el cual Cristo nos entregó el obsequio de nuestra redención; celebramos en asombro que el misterio de esa redención se revive cada vez que celebramos la Eucaristía. Los intensos rituales del Domingo de Ramos y el Triduum Sacrum, es decir, el lapso que va desde la noche del Jueves y Viernes Santo, y la gran Vigilia de la Pascua, que culmina con la Solemnidad de la Pascua, veneran el obsequio de Cristo mismo, así como la espléndida cruz pectoral enmarca la astilla de la cruz de Cristo.
En este Año de la Eucaristía, espero que vivamos el ritual del Jueves Santo con más fervor que nunca. En la noche antes de morir, cuando Jesús celebró la cena de Pascua, cambió el ritual de manera decisiva. Cuando el sacerdote realiza la Adoración Eucarística en la misa, no está relatando la historia de algo que sucedió en el pasado; no está simplemente recordando lo que sucedió la noche de la Última Cena; está evocando algo que se está llevando a cabo en el presente.
“Este es mi cuerpo”, es lo que se dice ahora, hoy en día. Esas son las palabras de Jesucristo, quien es el oficiante de la Eucaristía en la persona del sacerdote. Estas palabras, en primera persona, micuerpo, sólo el propio Jesús las puede pronunciar. La noche antes de morir, Jesús instituyó la conmemoración de su Pasión, muerte y resurrección para que fuera representada en el obsequio de la Eucaristía, hasta el final de los tiempos, y vinculó su sacrificio con el mandamiento del amor y el testimonio de lavarles los pies a los doce apóstoles. Cuando celebramos la misa, el misterio que permanece oculto bajo la forma de pan y vino es mucho más precioso que una astilla de la cruz en la cual tuvo lugar la victoria inmolatoria.
Sin embargo, la representación del Domingo de Ramos, a través del Jueves y Viernes Santo hasta la gran Vigilia de Pascua y la Solemnidad tienen un gran significado. La representación de la procesión con las palmas, al comienzo de la Semana Santa y el lavado de los pies en la Eucaristía del Jueves Santo nos ayudan mucho. Escuchar las lamentaciones que se le atribuyen a Cristo en su hora de sufrimiento y la veneración de la cruz el Viernes Santos, son rituales de gran valor para nuestro crecimiento espiritual. La belleza de la Vigilia de Pascua que comienza con la llama divina, la celebración y el encendido del cirio pascual, seguido de la historia de nuestra salvación, son símbolos muy poderosos. La maravilla de recibir nuevos hermanos y hermanas a través del ritual del bautismo, confirmación y primera comunión, rejuvenece nuestra fe.
Después de finalizados, los rituales representativos de la Semana Santa nos conducen hacia la más profunda de todas las realidades de la historia. Cristo se entregó a sí mismo en la Eucaristía, tanto como un sacrificio siempre presente de su amor, y como una comunión de confraternidad con todos aquellos a quienes llama a comulgar con él.
En los misterios de la Semana Santa nos aguarda un obsequio precioso. Vengan, ¡vamos a adorarlo! †