Seeking the Face of the Lord
La institución de la Eucaristía: Una faceta rica de
amor del Nuevo Testamento
En su encíclica “Dios es amor,” el Papa Benedicto XVI escribió: “El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella.”
Cuando contemplamos la originalidad del concepto del amor del Nuevo Testamento, realmente no nos presenta muchas nuevas ideas, sino la figura de Cristo, quien dio su cuerpo y su sangre al concepto del amor. En Jesus el propio Dios va en busca de la “oveja perdida,” una humanidad doliente y extraviada. La muerte de Cristo en la cruz es la culminación en la cual él se entrega a sí mismo a fin de salvarnos. El Santo Padre explicó que al contemplar el costado herido de Cristo, los cristianos descubrimos el camino que deben transitar nuestra vida y nuestro amor.
Hay una faceta aun más rica del amor del Nuevo Testamento: Jesús le consagró a su entrega una presencia trascendental por medio de la institución de la Eucaristía durante la Última Cena. El Papa Benedicto escribió: “Él anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre. La imagen de las nupcias entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: [en el Antiguo Testamento] lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre.”
El Santo Padre se refiere a esta realidad como “misticismo” sacramental. Y explica que este misticismo tiene otra implicación. Nos recordó que tiene un carácter social; es una comunión sacramental en la cual nos volvemos uno con el Señor, como todos los demás comulgantes.
Dijo: “La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos ‘un cuerpo,’ aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos.” El obsequio de la Eucaristía, el sacramento mítico, hace que esta comunión sea posible.
El Papa dijo que una Eucaristía que no se traslada a la práctica concreta del amor está intrínsecamente fragmentada. El amor de Dios y el amor del prójimo se han vuelto uno: entre los últimos de los hermanos encontramos al propio Jesús, y en Jesús encontramos a Dios. Existe una profunda implicación en todo esto: el cerrar nuestros ojos al prójimo también nos ciega a Dios.
¿Cómo podemos amar a Dios sin verlo? Nadie ha visto a Dios tal y como Él es. Sin embargo, Dios no es totalmente invisible. Dios nos ha amado primero, dice la Carta de Juan (cf. 4,10) y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros. Él envió a su único Hijo para que vivamos por medio de él. Dios se ha hecho visible por medio de Jesús. El Señor se ha hecho presente a través de la historia de la Iglesia, en hombre y mujeres que reflejan su presencia, en su palabra, en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía.
Cuando pensamos en la verdaderamente asombrosa realidad del intercambio de amor entre Dios y nosotros, el Papa dice que resulta evidente que el amor no es meramente un sentimiento. “Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor....El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por ‘concluido’ y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo.
“La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío.”
Con Dios, puedo amar incluso a aquella persona que no me gusta o a quien ni siquiera conozco.
El Papa dijo: “Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo....Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias: puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita.” †