Buscando la
Cara del Señor
La Piedad representa un llamado compasivo a la fe en la próxima vida
En la pared de afuera de la capilla de mi residencia se encuentra colgada una representación impactante de La Piedad. La pintó el Padre Donald Walpole, un artista benedictino de Saint Meinrad.
Me la dio cuando partía para convertirme en obispo de Memphis. En ella se lee: “¿Qué dolor es tan grande como el mío?” Este texto se basa en un verso de las Escrituras del Libro de las Lamentaciones 1:12.
El lamento del siervo que sufre se transfiere a su madre. Esta imagen de La Piedad, madre e hijo, generalmente se representa en la 13ª estación del Vía Crucis.
En una meditación sobre esta estación, cuando bajan a Jesús de la cruz y lo colocan en los brazos de su madre, un sacerdote escribió: “ ‘He aquí la sierva del Señor’. Con estas palabras de María el Verbo se encarnó en su vientre. En el templo, Simeón profetizó que su maternidad estaría rodeada de sufrimiento. ‘Y una espada traspasará aun tu propia alma.’ Al pie de la Cruz, María recibe en sus brazos a su hijo muerto y sabiendo por qué ha muerto, acoge a todo el mundo en su corazón” (de El Vía Crucis de Padres Colombinos, 1967).
Estas palabras encierran el sentimiento de muchos de nosotros que nos sentimos conmovidos por la imagen de La Piedad.
Nos podemos imaginar el sufrimiento de María, de sus acompañantes y de los discípulos, al momento de la muerte de Jesús.
Muchas madres y padres han tomado en sus brazos a un hijo o una hija que ha muerto una muerte inoportuna, sin poder hacer nada. Algunos dicen que es el mayor sufrimiento que existe, verdaderamente inexplicable.
Creo que nos puede ayudar recordar nuestras propias experiencias de dolor al tiempo que concluimos la semana de mayor sufrimiento humano de Cristo. Este es un buen momento para que recemos para tener fe y poder ver más allá de la muerte hacia una nueva vida.
Es una oración amarga para los padres que piden para tener fuerzas para enfrentar su dolor, pero es una oración y está arraigada en la esperanza de la eternidad. Jesús conquistó esa esperanza para todos aquellos que desearan creer, mientras moría en la cruz y se le bajaba para entregársele a los brazos y el regazo de su propia madre.
Así sucedió en la muerte del Salvador y así sucede en la muerte de nuestros seres queridos. La experiencia de María y sus acompañantes, y de su querido Apóstol Juan, es igual a la nuestra: Es como si el tiempo se detuviera y nada importara sino sufrir por la pérdida del ser querido. En ese momento de dolor intenso es difícil creer que la vida continúa como siempre para el resto del mundo.
En sus reflexiones de la 13ª estación, Catherine Doherty escribió: “El cielo se tornó rojo de dolor. Las nubes se oscurecieron en duelo. Hombres, mujeres y niños fueron y vinieron. Pasaron junto a la horca donde el amor colgaba muerto, atentos a esto y aquello, apenas echando un vistazo hacia arriba.”
En cuanto a aquellos que sufrían, escribió: “Los suyos se acercaron lentamente, medio encorvados, como lucen los hombres y mujeres que se desgastan con trabajo o con sufrimiento. Parecían lanzar extrañas sombras sobre la tierra sin aliento, cada uno reflejado en el espejo del cielo—rojo sangre. Cada uno estaba parcialmente cubierto por las sombras negras de las nubes de luto. Lentamente lo bajaron de la cruz y lo acostaron sobre una sábana blanca inmaculada. La cruz se erigía allí desnuda, santa” (Las estaciones de la cruz, Madonna House Publications, 2004, p.37)
Catherine Doherty concluyó sus reflexiones en la 14ª estación: “Al recibir al Señor de la Vida sin vida, muerto, la tumba se convirtió nuevamente en un pesebre, el lugar de origen de la vida. Su silencio cantaba un réquiem de aleluyas. … Dentro de la cuna de sus profundidades Jesús durmió el sueño de Aquel que conquistó la muerte. Tan sólo la tumba fue testigo del misterio de la victoria. Por toda la eternidad mantendrá en secreto el misterio, otorgándole a la humanidad nada más que su vacío, resguardada por los ángeles” (Ibid, p.39).
A través de los ojos de la fe el dolor de cualquier familia humana puede, con el tiempo, convertirse finalmente en dulce, en lugar de un sufrimiento amargo.
Mientras concluimos esta Semana Santa y caminamos hacia los misterios pascuales de nuestra Iglesia, la tumba vacía resguardada por los ángeles nos reafirma que Jesús se levantó de entre los muertos y por lo tanto, conquistó la muerte.
Y de este modo, sin importar nuestras propias dificultades humanas, podemos cantar aleluyas porque nosotros también, al igual que los seres queridos antes que nosotros, nos levantaremos de entre los muertos y seremos recibidos en los brazos de la Madre que Jesús nos entregó desde la Cruz y, rezamos, que en los de nuestras madres también.
La querida Piedad, madre e hijo, es un llamado compasivo a la fe en la próxima vida. †