Buscando la
Cara del Señor
La vocación de cada cristiano bautizado es amar y decirle sí a la gracia de Dios
Se me ocurrió que no se habla mucho sobre el misterio de la gracia.
En esencia, la vida de gracia es un maravilloso intercambio de amor: El amor de Dios y nuestra respuesta.
Dios, que es amor, se entrega libremente a cada uno de nosotros. Nos corresponde a nosotros el reto de responder en el amor. Aún en ese reto Dios nos ayuda.
Durante casi 10 años fui jefe del comité nacional de obispos encargado de supervisar el uso del Catecismo de la Iglesia Católica en nuestro país.
La metodología fundamental que utilizábamos para cumplir con esta tarea era revisar los libros de texto de religión destinados a la instrucción catequística. Dicha revisión tenía como finalidad determinar si el contenido de los textos estaba de conformidad con las enseñanzas normativas del catecismo.
El contenido de la mayoría de los textos era bueno, pero había ciertas deficiencias. Una de las deficiencias más significativas que se detectaron era en lo relativo a las enseñanzas sobre la gracia de los sacramentos de la Iglesia.
La impresión generalizada que ofrecían los libros de texto de religión era que el valor de los sacramentos tenía que ver más con lo que nosotros hacemos en las diversas etapas de la vida, en lugar de lo que Dios hace.
En efecto, la vida de gracia tiene que ver con lo que Dios hace por nosotros, lo que Dios nos da. Dios es amor y el don de su entrega por medio de los sacramentos de la Iglesia es por su iniciativa, no la nuestra. Nuestro papel es recibir, aceptar y acoger su amor con los brazos abiertos. Amamos en respuesta al amor de Dios.
No existe límite para el amor de Dios y las diversas formas en las que se manifiesta Su amor. De hecho, se dice que santo Tomás de Aquino expresó que todo es Su gracia.
Incluso el sufrimiento es gracia. Quizás nuestro sufrimiento no sea la voluntad de Dios, pero Él lo permite.
En lo que a nosotros respecta, el misterio del sufrimiento puede ser un ministerio de sufrimiento. El sufrimiento se convierte en ministerio si lo ofrecemos como una encarnación del sufrimiento de Cristo en nuestros tiempos y en nuestra persona.
No debería sorprenderles que el misterioso amor del sufrimiento de Cristo se convirtiera en un punto conmovedor de reflexión y oración para mí durante la Cuaresma de 2008. De todos es conocido que en ese entonces se me diagnosticó linfoma de Hodgkin y recibí tratamiento de quimioterapia y radiación.
En diversas ocasiones durante los meses del tratamiento contra el cáncer me encontré preguntándome por qué entre los 250 obispos activos que hay en nuestro país, fui yo el elegido.
Se me pregunta con frecuencia si he hallado cuál sería el significado de mi lucha contra el cáncer. ¿Acaso sería que una vez más debo aceptar el hecho de que no tengo el control de todo lo que sucede en mi vida? Me recordé a mí mismo que Dios no deseó mi cáncer, pero lo permitió.
¿Acaso el cáncer tenía como objetivo ayudarme a identificar más completamente con las tantas personas enfermas y que sufren a mi alrededor? ¿Acaso era para aprender que mi dolor no es nada comparado con el de muchas otras personas, mayores y menores?
¿Era quizás una oportunidad para resarcir mis pecados y continuar rectificando mis hábitos? ¿Fue simplemente un llamado para entregarme en la fe? ¿Sería un reto para ser portador de esperanza en tiempos difíciles? ¿Acaso fue una oportunidad para que los niños pequeños me catequizaran y recibir su orientación espiritual sencilla de “mantenerse siempre contento porque Dios nos ama”?
Para ser honesto, no sé cuál era el propósito de Dios. Quizás era todas estas cosas, pero en cierto modo, realmente no importa.
Es aquí donde la reflexión sobre la vida de gracia resulta ilustrativa. Muchas personas santas no hacen mucho de lo que consideramos un ministerio activo en la misión de nuestra Iglesia.
Pero aman a Jesús. Al final, no se trata de lo que hacemos en la vida; lo que cuenta no es mi ministerio como obispo, ni lo que hacemos como servicio a nuestras familias y al prójimo. Eso ciertamente ocupa su lugar.
Lo que Dios quiere es nuestro amor en retribución por el suyo. Él desea mi amor como obispo; desea su amor como padres, maestros, catequistas, profesionales, enfermos, pobres, sacerdotes generosos y religiosos consagrados.
El amor es lo que cuenta. La vocación fundamental de cada cristiano bautizado es amar y decirle sí a la ayuda de Dios, Su gracia.
Dios sabe que no podemos amarlo perfectamente debido a nuestras limitaciones humanas. Incluso nos brinda la gracia de amar lo mejor que podamos.
Como respuesta a su amor misericordioso y con su ayuda, podemos decirle sí una y otra vez, en los tiempos difíciles, así como en los buenos.
El amor de Dios basta. Él nos entregó los sacramentos de la Iglesia como las fuentes de Su amor, el cual llamamos gracia.
¡Qué gran bendición! †