Buscando la
Cara del Señor
La confesión frecuente nos mantiene en el camino a la paz
El segundo mandamiento de la Iglesia que figura en el Catecismo Católico de Estados Unidos para Adultos dice: “Confesar los pecados al menos una vez al año. Esto obliga particularmente a aquellos que están conscientes de haber cometido pecados graves. La recepción periódica del Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación nos ayuda a prepararnos no solamente para recibir la Eucaristía sino también para proseguir con la conversión iniciada en el Bautismo” (p. 324).
Los sacramentos de la Iglesia nos fortalecen con la esperanza cuando la travesía de vuelta al Reino se torna turbulenta. El Espíritu Santo nos ayuda a ser fieles a Dios y eso nos libera.
Como decía el Papa Juan Pablo II, no podemos ser auténticamente libres a menos que entendamos y vivamos nuestra trascendencia en el mundo y conozcamos a Dios como nuestro amigo.
Dios, nuestro amigo, nos invita a buscar su misericordia cuando todo parece sombrío y perdido debido al pecado. Tal misericordia es la gloria de Dios: nos lleva a desear realizar enmiendas por los pecados cometidos contra Él y nuestro prójimo. La paz proviene del perdón misericordioso de Dios de nuestros pecados.
Si bien considero que confesar mis pecados es una lección de humildad, me encanta este sacramento. Después del Bautismo, el cual nos dio acceso a la vida de Cristo en la Iglesia, y luego de la santa Eucaristía que sustenta nuestra vida en la Iglesia, el sacramento de la Penitencia y Reconciliación es una cuerda de salvación espiritual.
No puedo imaginarme cómo podría ser un buen obispo sin la gracia de este sacramento. Necesito la gracia para mi continuo desarrollo espiritual. Asimismo, considero que un sacerdote no puede ser un buen confesor si no es un buen penitente.
Nuestra misión como Iglesia es vivir y proclamar a Nuestro Señor Jesucristo y su Evangelio. Al tiempo que proclamamos la redención predicamos la penitencia y la reconciliación.
Al predicar sobre la penitencia y la reconciliación debemos predicar también la verdad del pecado. No obstante, debemos hacerlo cuidadosamente ya que es cierto que pocas personas pecan con malicia.
La mayoría de nuestros pecados se derivan de nuestra debilidad humana. Existe una gran diferencia entre la malicia y la debilidad, pero esto no justifica el pecado. Pecamos debido a nuestras limitaciones humanas.
Incluso el conocimiento somero de la historia nos indica que han existido períodos de la historia en los que la familia humana perdió el sentido del pecado, cuando la conciencia moral de la sociedad se vio eclipsada por la confusión y la debilidad humana.
El Cardenal Joseph L. Bernardin dijo una vez: “Cuando perdemos completamente el sentido de lo pecaminoso en nuestras vidas nos distanciamos de una parte importante de nosotros mismos y podemos llegar a distanciarnos aún más de un Dios misericordioso. No conocer el pecado es no saber sobre la salvación, la reconciliación ni el perdón.”
Si perdemos nuestra noción del pecado, perdemos el camino a la paz mental y espiritual. Tal y como nos lo recordó el difunto Santo Padre, como personas y como sociedad en nuestros tiempos, corremos el riesgo de perder incluso nuestras almas.
Cuando perdemos la noción del pecado, perdemos la noción de Dios y nos transformamos en víctimas del poder de los secretos oscuros de nuestros corazones que son los enemigos de la verdad, la paz y la libertad. Muy en el fondo sabemos que somos débiles y pecadores. Por lo tanto, el Sacramento de la Penitencia es el camino para liberarnos de la esclavitud de los secretos oscuros.
San Agustín describió la mediación de la Iglesia en términos de la historia del Evangelio y de la resurrección de Lázaro de entre los muertos.
Jesús llamó a Lázaro para que volviera a la vida desde su sepulcro, pero pidió a sus discípulos que liberaran a Lázaro de la mortaja que ataba su cuerpo. Cristo perdona el pecado, en tanto que la Iglesia, a través de sus sacerdotes, es el agente que remueve las ataduras del pecado.
En su exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia, el Papa Juan Pablo II escribió: “según la concepción tradicional más antigua, [este Sacramento es] una especie de acto judicial; pero dicho acto se desarrolla ante un tribunal de misericordia, más que de estrecha y rigurosa justicia. ...”
Comenta que ese “tribunal de misericordia” no es comparable a los tribunales humanos sino por analogía. Se compara con los tribunales humanos “en cuanto que el pecador descubre allí sus pecados y su misma condición de criatura sujeta al pecado; se compromete a renunciar y a combatir el pecado; acepta la pena (penitencia sacramental) que el confesor le impone, y recibe la absolución” (31).
El confesor es un agente de misericordia debido a la conciencia que posee sobre sus propios pecados.
Durante cerca de 60 años he estado confesando mis pecados y mi experiencia sigue siendo como la que describió un niño que me escribió: “Estoy en segundo grado. Fui a la reconciliación. No me da miedo ir. También pienso que todos salen sonriendo de la reconciliación”.
“Salimos sonriendo” porque tenemos la garantía de la misericordia de Dios y el acogimiento de la Iglesia de parte de un vocero de Cristo y de la Iglesia.
La confesión frecuente con un ministro de la misericordia nos mantiene en el camino a la paz. †