Cristo, la piedra angular
Escuchemos a Jesús en el camino de la cruz
“Y una voz salió de la nube, diciendo: ‘Este es Mi Hijo amado en quien Yo estoy complacido; óiganlo a Él’ ” (Mt 17:5).
La lectura del Evangelio del segundo domingo de la Cuaresma (Mt 17:1-9), nos invita a reconocer a Jesús como el Hijo amado de Dios. También nos reta a prestar atención a la Palabra de Dios y a escuchar verdaderamente lo que Jesús nos quiere decir.
Quizá ahora más que en cualquier otra época de la historia humana, resulta difícil escuchar la Palabra de Dios, lo que desea transmitirnos. Tenemos tantas distracciones, tantas voces que compiten y nos llegan a través de medios tan diversos, desde el momento en que nos despertamos en la mañana hasta que nos retiramos a dormir al final de la jornada. “Este es Mi Hijo amado en quien Yo estoy complacido; óiganlo a Él” (Mt 17:5) es un llamado para que prestemos atención a lo que Jesús nos dice.
El relato de san Mateo de la Transfiguración narra la historia de una epifanía, una manifestación de la presencia y el poder de Dios en medio del mundo ordinario. Nos dice que “Jesús tomó con Él a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto. Delante de ellos se transfiguró; y Su rostro resplandeció como el sol y Sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías hablando con Él” (Mt 17:1-3).
Para humildes pescadores judíos como Pedro, Jacobo y Juan, la experiencia de que Moisés y Elías se les presentaran, junto con la drástica transformación de la apariencia de su Señor y el rugido de una voz divina que les ordenaba que escuchen a Su Hijo amado, es algo extraordinario. ¡Con razón Pedro deseó consagrar ese momento y hacer tres enramadas!
Pero esa no es la intención de Jesús. Mientras bajaban de la montaña, Jesús les dijo “No cuenten a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos” (Mt 17:9). No le interesa atraer atención sobre sí de esta forma. Jesús no es una celebridad ni una figura política que anhela adulación o fama. Es un mensajero de Dios, la eterna Palabra de Dios, que vino a nuestro mundo (como uno de nosotros) para transmitirnos con sus palabras, sus ejemplos y a través de la entrega sacrificial de su propia carne y sangre, que Dios nos ama y nos perdona.
Lo que el Padre les ordena a Pedro, a Jacobo y a Juan (y a todos nosotros) es sencillo: que lo escuchemos.
¿Acaso lo estamos escuchando? ¿O estamos demasiado distraídos con el ajetreo de nuestras vidas, con los mensajes que recibimos constantemente a lo largo del día o con nuestra preocupación por nuestros pensamientos, temores y deseos egocentristas?
En la segunda lectura de este domingo (2 Tm 1:8-10), san Pablo nos dice que no es sencillo vivir el Evangelio: «Amado hijo: participa conmigo en las aflicciones por el evangelio, según el poder de Dios» (2 Tm 1:8).
Las palabras de Jesús nos desafían: se nos dice que abandonemos el interés propio y sigamos a Jesús en el camino de la cruz. ¿Acaso lo estamos escuchando? ¿O nos parece más fácil, y menos desafiante, escuchar las voces que nos impulsan a buscar nuestra propia comodidad e intereses, en vez de aceptar nuestra cuota de penurias por el bien del Evangelio?
Pablo nos recuerda que el camino de la cruz es el sendero hacia la vida eterna. «Él nos ha salvado y nos ha llamado con un llamamiento santo, no según nuestras obras, sino según Su propósito y según la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús desde la eternidad, y que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien puso fin a la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio» (2 Tm 1:9-10).
Nosotros no diseñamos el camino hacia la vida, hacia la alegría del Evangelio, que es un sendero de penurias que somos capaces de soportar por la gracia de Dios a través de Jesús quien camina con nosotros a cada paso que damos.
Al igual que los seguidores más cercanos de Jesús, comprensiblemente tememos las exigencias que nos impone la orden del Padre.
Si escuchamos atentamente a Jesús con la mente y el corazón abiertos, nos transformaremos y viviremos nuestra propia forma de epifanía al reconocer la presencia de Dios en nuestras vidas y en nuestro mundo. Sin duda reaccionaremos como Mateo nos dice que reaccionaron los discípulos: cuando los discípulos escucharon esto—dice—cayeron postrados y estaban muy asustados. Pero Jesús se acercó y les dijo tocándolos: “Levántense y no teman” (Mt 17:7).
En esta Cuaresma tenemos la oportunidad de desconectarnos, al menos parcialmente, de las distracciones que crean ruido en nuestras vidas para poder escuchar con detenimiento a Jesús. Que el Espíritu Santo nos guíe para aceptar nuestra cuota de penurias de la vida y seguir el camino de la cruz hacia la alegría pascual. †