Cristo, la piedra angular
El amor de Dios y el camino hacia una vida feliz y santa
Las lecturas de las Escrituras para el tercer domingo de Cuaresma nos ofrecen una visión general de los requisitos fundamentales de la ética judía y cristiana.
La primera lectura del Libro del Éxodo (Ex 20:1-17) contiene los Diez Mandamientos que describen cómo debemos relacionarnos con Dios y con nuestros semejantes.
Varios de estos mandamientos se expresan de forma positiva (santificar el Día del Señor y honrar a nuestros padres). Otras son prohibitivas (no adorar a dioses falsos, no pronunciar el nombre del Señor en vano, no al asesinato, el adulterio, la mentira o la codicia). Pero todos tienen por objeto mostrarnos cómo vivir bien y ser felices como hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
Estos principios morales fundamentales pueden encontrarse en casi todas las religiones y en las enseñanzas éticas de los más grandes filósofos, tanto de la cultura occidental como de la oriental. En la esencia de toda ética está la necesidad de superar el egoísmo y el egocentrismo. Cuando somos capaces de renunciar a nuestros deseos egocéntricos y abrazar la verdadera comunión con Dios y con nuestro prójimo, somos libres para amar sin reservas.
El cristianismo se basa en estos principios éticos fundamentales, pero también los transforma.
En el versículo del evangelio de la tercer domingo de la Cuaresma, escuchamos una afirmación conocida pero igualmente asombrosa: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Jn 3:16). Esta sencilla afirmación nos muestra que el tipo de amor que Dios nos tiene (el amor que es la propia naturaleza de Dios) es radicalmente desinteresado y abnegado.
Dios Padre nos ama tanto que está dispuesto a sacrificar a su único Hijo por nosotros.
En la segunda lectura, san Pablo nos dice que este sacrificio—la crucifixión de nuestro Señor Jesucristo—“para los judíos es ciertamente un tropezadero, y para los no judíos una locura” (1 Cor 1:23). Desde el punto de vista humano, simplemente no es razonable esperar tanta abnegación, y desde una perspectiva religiosa, parece sacrílego pensar que el Hijo de Dios se sometería al dolor y a la muerte por nuestro bien.
Pero, como nos asegura san Pablo, “lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1:25). El amor de Dios supera todas nuestras expectativas. En él, los preceptos morales que rigen toda interacción entre las personas se perfeccionan por el amor totalmente desinteresado de Dios.
La lectura del Evangelio del tercer domingo de Cuaresma (Jn 2:13-25) adquiere un significado diferente cuando se analiza a la luz tanto de la necedad como de la debilidad del amor abnegado de Dios.
Como nos dice san Juan:
Estaba cerca la pascua de los judíos; y Jesús subió a Jerusalén, y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. Entonces hizo un azote de cuerdas y expulsó del templo a todos, y a las ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas, y dijo a los que vendían palomas: “Saquen esto de aquí, y no conviertan la casa de mi Padre en un mercado.” Entonces sus discípulos se acordaron de que está escrito: “El celo de tu casa me consume” (Jn 2:13-17).
Jesús se niega a aceptar que la casa de su Padre se convirtiera en un comercio, algo que contradice los Diez Mandamientos y se burla del culto solemne que únicamente se debe a Dios. Su ira justificada es tan inesperada como desconcertante para sus seguidores ya que Jesús había demostrado ser un hombre de paz. Normalmente no era dado a este tipo de comportamiento, por muy justificado que estuviera.
El amor de Dios que se encarna en Jesús supera todas las expectativas. Puede ser sorprendente e incluso desconcertante, pero invariablemente nos hace replantearnos las razones de nuestras propias creencias y acciones. Los dos grandes mandamientos—amar a Dios por encima de todas las cosas y amar al prójimo como a nosotros mismosson elementos esenciales para la perfección moral (vivir una vida buena y feliz) y nos muestran el camino hacia la santidad. El amor abnegado de Dios trasciende todas las normas y costumbres humanas; nos conecta con una forma de vida que es realmente diferente de todo lo que el mundo puede ofrecernos.
Debemos cumplir los mandamientos si queremos vivir bien y ser felices, pero también necesitamos una santidad genuina (“celo” por las cosas de Dios) que exige más. La santidad se basa en la ética, pero en última instancia la trasciende y nos llama a ser personas cuyo amor a Dios y a los demás es primordial.
Ser santo es renunciar a nuestras necesidades y deseos por amor a Dios y al prójimo.
Pidamos a Dios nuestro Padre y al Espíritu Santo la gracia de crecer en santidad y ser consumidos por el amor abnegado de Jesús. †