Cristo, la piedra angular
Estamos llamados a la santidad y a estar cerca de Cristo
Hoy, Solemnidad de Todos los Santos, es el día en que nuestra Iglesia reconoce y celebra a todas las personas—conocidas y desconocidas—cuya estrecha relación con Jesús las hace sobresalir por su santidad.
La primera lectura de hoy se refiere a “una gran multitud” que está reunida en el cielo cantando alabanzas a Dios:
“Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos; y clamaban a gran voz, diciendo: ‘La salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero’ ” (Ap 7:9-10).
La Iglesia llama a esta inmensa reunión “la comunión de los santos” que incluye tanto a los vivos como a los difuntos: todos aquellos que a lo largo de la historia de la salvación han vivido con rectitud y se han comportado de manera santa.
Todos los cristianos bautizados tienen la obligación de responder al llamado universal a la santidad que los invita—y los desafía—a conformar sus vidas a la persona de Jesucristo, fuente de toda santidad. La palabra hebrea para “santo” es qadosh que significa estar separado o apartado de lo ordinario. Dios es el “Santísimo,” totalmente aparte y absolutamente separado del mundo que ha creado.
Para ser santos, debemos reflejar la santidad de Dios como la luna refleja la luz del sol. Los santos no producen su propia luz, su propia santidad; es la luz de Cristo la que brilla a través de ellos y nos manifiesta la santidad de Dios.
La imagen de una gran multitud de hombres, mujeres y niños alabando a Dios recuerda las experiencias que más de 50,000 de nosotros tuvimos el verano pasado cuando nos reunimos en el Congreso Eucarístico Nacional celebrado aquí en Indianápolis del 17 al 21 de julio. Fue realmente una reunión de santos, no de personas perfectas, sino de fieles discípulos misioneros que vinieron a estar cerca de Jesús en la Sagrada Eucaristía y a crecer juntos en santidad.
En el Evangelio de hoy, Jesús esboza el camino hacia la santidad. Nos dice que somos bienaventurados cuando vivimos nuestra vida para los demás. Cuando vivimos las Bienaventuranzas, somos santos—en el camino de la santidad—y seguimos las huellas de Jesús, viviendo como él vivió.
Nos hacemos santos cuando adoptamos las Bienaventuranzas como nuestro propio programa de vida:
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mt 5:3-12).
Todos estamos llamados a ser santos. Esto no significa que debamos considerarnos mejores que los demás (“más santos que tú”).
Al contrario, la santidad exige humildad y “caminar con” todos nuestros hermanos y hermanas y compartir tanto sus luchas como sus alegrías.
Ser santo significa acercarse cada vez más a Jesús y, al hacerlo, reflejar su luz. Los santos no son perfectos, sino pecadores arrepentidos que mejoran porque han permitido que la gracia de nuestro Señor Jesucristo entre en sus corazones vacíos y los haga íntegros.
Todos los pecadores estamos llamados a ser santos. Si estamos abiertos a la gracia de Dios, y si podemos aprender a decir “sí” a
la forma de vida que nos ha confiado nuestro Señor y Salvador Jesucristo, seremos verdaderamente bendecidos.
La segunda lectura de hoy lo deja claro: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él [Jesús], se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Jn 3:3). Acercándonos a Cristo aprendemos a vivir como él. Aprendemos a dejar de lado nuestros propios intereses y empezamos a vivir para los demás.
Este es el camino para ser santos, para convertirnos en los santos que todos estamos llamados a ser.
Que la gracia de Dios esté hoy con nosotros—y con todos los santos—de un modo especial. Que celebremos la solemnidad de Todos los Santos con agradecimiento y gran alegría. †